España: Estado de Partidos (V)

Siguiendo con “Representación e identidad” (1.958) de Leibholz, cuya postura doctrinal comenzamos a analizar en el anterior artículo, vemos que continúa así:

(…)

4.- Este cambio en la posición del parlamento tiene que introducir también cambios decisivos en la posición de los diputados.

Los partidos pueden pretender imponerse a sus miembros. El diputado aparece básicamente sometido a una voluntad ajena y ya no cabe hablar de él como de un representante que, libremente y desde su propia personalidad, tomas sus decisiones políticas para todo el pueblo. Al diputado le falta la legitimidad última para seguir en cuestiones políticas fundamentales una línea divergente de la de los partidos y fracciones.

El diputado pasa a convertirse en un eslabón técnico organizativo en el seno del partido, que en caso de conflicto debe doblegarse.

Desde el punto de vista jurídico-constitucional aquí tiene su lugar y su justificación interna el mandato imperativo y la coerción de fracción. Su legítimo objetivo es asegurar la homogeneidad en toda la estructura del partido, homogeneidad sin la que no puede funcionar un Estado de partidos.

En este contexto, no tiene importancia el motivo que lleve a cada diputado a una “coordinación”. *Puede ocurrir que el diputado haya sido sacado de su engaño por el partido. *Puede ocurrir que el diputado se considere interiormente ligado al partido de un modo tal que crea que la búsqueda de unos fines comunes en acuerdo con los demás diputados le obliga a sacrificar su propia concepción en aras del interés del partido. *Es posible, por último, que el diputado realice este “sacrificio” únicamente para evitar las sanciones que el partido podría aplicarle, por ejemplo no presentándole como candidato en las próximas elecciones. En pocas palabras “las fronteras entre la disciplina de fracción y la coerción de fracción son en cada caso concreto tan variadas como difíciles de distinguir”.

5.- El diputado es cada vez más responsable ante el partido por su comportamiento contrario a éste. La cuestión de si los electores pueden exigir responsabilidad al diputado por incumplimiento de las obligaciones asumidas ante ellos ha perdido en la moderna democracia de partidos su actualidad y significado, pues el lugar de los electores es ocupado ahora por los partidos que los reúnen organizativamente. El partido, como garante de la voluntad popular que se expresa a través de él, puede incluso excluir al diputado de su organización. En la mayor parte de los casos esto significa en la práctica el final de la carrera del diputado. El Estado democrático de partidos, llevado hasta su extremo lógico, tiene como consecuencia incluso que la expulsión del partido (o el paso a otro) traiga consigo la pérdida del escaño parlamentario.

6.- A medida que el diputado pierde su antiguo status representativo, la gratificación económica pierde también su antiguo carácter y su aptitud para garantizar la independencia del diputado. Por esta razón no es casual que la gratificación tienda a convertirse en un pago de los servicios y a asumir el carácter de un sueldo.

7.- No ha de sorprendernos que también se haya alterado de modo fundamental el carácter de las actuales elecciones parlamentarias. Correctamente analizadas, ya no son auténticas elecciones. Más bien tienden de modo creciente a convertirse en actos plebiscitarios en los que los ciudadanos, aunados por los partidos, el llamado electorado, manifiestan su voluntad política a favor de los candidatos designados por los partidos y a favor de los programas de partido que tales candidatos apoyan.

8.- En consonancia con la nueva función básica que hoy tiene la elección en la democracia de partidos, el diputado es elegido para el parlamento cada vez más en función de su pertenencia a un determinado partido y no por su personalidad y especiales cualificaciones.

9.- Ciertamente, y como ya señaló con corrección Richard Thoma, el sufragio proporcional concuerda con un democratismo conscientemente radical y no con el liberal-representativo, y por tanto corresponde al moderno Estado de partidos de la democracia de masas. El sistema proporcional favorece el desarrollo de partidos centralizados y de organización unitaria, así como la concentración del poder político en manos de quienes dominan el aparato de partido.

Vale.

Reflexiones

Un Quijote, un Sancho; ¿o ambos?

Quijote y Sancho: me gustan porque son puro presente. El uno, alucinado; el otro, pedestre. Pero ambos son y están aquí (en su aquí, su presente, evidentemente). Solo por necesidades novelísticas se acude al pasado o se sueñan promesas.

¡Podrían ser gigantes! (¿por qué no?) y, a la vez, no oler a ámbar.

*

En la política española, en el Estado de partidos, tenemos que ser la cuña que, poco a poco, acabe partiendo el tronco de ese roble que es el más viejo y duro del bosque.

Ya somos la cuña de encina que está clavada en el viejo tronco y que no va a dejar de cumplir con su trabajo: ahondar hasta partirlo y destruirlo.

*

Todo tiene que ser más sencillo de lo que pensamos. Sencillo, no simple, no vacuo, no sin sustancia.

Hablo de la sencillez, tan profunda, de los primeros, de esos estoicos, epicúreos…; de Lucrecio y su «De rerum natura»; de Montaigne que los visita y reconoce como esenciales.

Todo lo que después vino y fue no era sino apartarse del recto camino para, en esencia, volver o, tristemente, perderse en laberintos lúgubres para el hombre que acabó despeñándose.

*

Sencillez. La de ser hombre, nada más (y nada menos). No la de ser como los místicos, sino la de ser hombre: física y química. ¿Para qué añadidos?

Cuánta soberbia hay en creer que somos algo más que hombres, que somos el ser; pues de ahí se pasa al creer que somos todo y que el todo es nosotros y que nos pertenece. Pero qué todo, qué nada…: soberbia.

Esa soberbia sigue complicando todo más y más. Y la gente se ahoga cada vez que bracea más en el río revuelto: «soy ¿qué?, ah! sí, soy todo… o ¿ soy nada?, «¿qué me han dicho que soy…?», etc. ¡Ganancia de pescadores!

Somos, repito, química y física. Esto es comprensible y estable, nadie se complica si asume esta realidad. Otra cosa es que dejar las creencias, abandonar la herencia, sea duro; lo es y por ello se sigue creyendo, es más seguro.

-Vale-

Reflexiones

En esta hora de España (¡¡son tantas ya las horas…!!).

*

La familia, ¡¡oh, la familia!!

Los amigos, ¡¡oh, los amigos!!

¿Cuándo están ahí, cuándo estás solo?

*

Son tantas las ramas que no veo el horizonte. ¿Aquí, allí, más allá? Si para ir allí debes partir de aquí, ¿no está todo aquí?

En el presente, en el ahora. Luego… ya veremos, no nos distraigamos.

¡¡Nada de tiempo!! No existe el tiempo. Si existiera ¿cuándo significarían las palabras?; ni al escribirse dirían pues cada letra iría desapareciendo al dibujarse. El aquí, el ahora, sin pasado ni futuro. Esto sí. A por él, sin distracción.

*

La mente, solo la mente. Fruto maduro del cerebro humano. Nada de espíritu, nada de alma; no existen; ¿qué soberbio los pensó?; no se contentó con el pensamiento, ¿por qué? No lo sé; lo que sé es que se equivocó; ¿acaso quiso alardear, superar a otros para destacar como pensador y, a tal fin, columbró el engendro? Puede ser; ¡¡vanidoso!!

*

La política española no está conmigo, no me da la razón. O todo es pasado… fuimos, conseguimos, partíamos de. O todo es futuro… seremos, conseguiremos, llegaremos a.

Pero nada es presente. No tenemos libertad para elegir representantes, no tenemos representantes. Y estas, la libertad política y la representación, tengo para mí, son puro presente, nada más que aquí y ahora. O hay o no hay, o se ejercen o no existen. El pasado y el futuro, en política, sirven o para mantenerse en el poder, justificándose quien ya está en él, o para alcanzarlo, engañando quien quiere estar.

Únicamente el presente de la libertad y de la representación es sincero y leal con el ciudadano que deviene tal en dicho presente, no antes, no después.

*

Desde el promontorio, tras saludar a la solitaria encina (que no sola) y aunque siento algo de pudor para, en este momento, pensar en política, veo cuán pequeña es la española.

La montaña que diviso, el riachuelo que adivino por su rumor, incluso los minúsculos arbustos que, a duras penas, crecen en derredor, tienen más sentido, más profundidad, que la política española.

Todo en ella es nimio, todo es nada o muy poco. Andar por casa, sí; el afán diario, también. Pero nada grande, nada profundo, nada sentido hasta el tuétano.

Sin libertad, ¡¡qué pequeño es todo!! Apenas nos levantamos, casi no dejamos de arrastrarnos por el suelo, súbditos de señores ajenos. ¡¡¿Cuándo seremos nuestros señores?!! ¡¡¿Para cuándo dejar el momento de llegar a ser señores, ciudadanos?!!

¡¡Ahora, aquí, seámoslo de una vez!!

-Vale-

 

España: Estado de Partidos (IV)

3.- Posición de Leibholz (Continúo, como en otras partes de este escrito, con los propios comentarios de Manuel García-Pelayo en su obra, ya citada, “El Estado de partidos”).

En su primera época creía que el orden estatal ideal se da en un sistema representativo. La idea de representación se opone al “Estado de partidos”. Los diputados dependientes, que ya no preparan y adoptan las decisiones políticas en la libre discusión y votación parlamentaria, han perdido su cualidad representativa. Como, además, “un partido nunca puede representar a todo el pueblo, sino tan sólo los intereses particulares de determinados grupos de la población”, existe “un antagonismo real entre el partido político y la comunidad estatal unida como pueblo”. Esta tesis conduce a Leibholz al rechazo del “Estado de partidos que se subroga a la democracia directa”.

En 1.931 formula su teoría del “Estado de partidos” (ante un proyecto de ley electoral de 1.930 que concedía mayor atención a las personalidades y que contrarrestaba el fraccionamiento en el Reichstag), aunque todavía en aquél momento su simpatía sigue dirigiéndose hacia la democracia representativa, en la que el sufragio mayoritario favorece a las personalidades políticas independientes.

Tras la Segunda Guerra Mundial, cambió definitivamente de postura y, de esta manera, y a través de su trabajo en el Tribunal Constitucional Federal (llegaría a ser su primer Presidente), sus concepciones jurídico-públicas y constitucionales pasaron a ser partes integrantes del derecho vigente.

El “Estado de partidos” es una realidad surgida del despliegue de la representación proporcional, realidad que entra en tensión con la teoría de la representación. La libertad de los diputados, ya no representantes stricto sensu, se ha transformado en dependencia de sus partidos, estando, por tanto, vinculados a los intereses de éstos; las decisiones parlamentarias carecen de creatividad, no son resultado de la dialéctica parlamentaria y, por tanto, la discusión no tiene ningún sentido, ni surge de ella la presencia política del pueblo en su totalidad, sino de los intereses de determinados grupos; por su parte, el Gobierno tampoco es servidor de la totalidad sino una especie de comité sustentado en la confianza de su partido. Los votos de los electores pertenecen al partido sin que aquéllos tengan la posibilidad de influir en la selección de candidatos.

Ha terminado la democracia parlamentaria (en la que cada diputado representaba a la totalidad nacional) para dar origen a una especie de democracia directa o plebiscitaria en la que la voluntad del partido o partidos mayoritarios se identifica con la voluntad general.

En “Representación e identidad” (1.958), cuyas tesis comenzamos a analizar en este artículo para acabar en el siguiente, sostiene:

1.- El “Estado de partidos” no es otra cosa que una manifestación racionalizada de la democracia plebiscitaria o, si se quiere, un sustituto de la democracia directa en el moderno Estado de amplia extensión territorial.

2.- Así como en la democracia plebiscitaria la voluntad de la mayoría de los ciudadanos activos se identifica con la voluntad general del pueblo, en la democracia de partidos la voluntad de la mayoría de éstos en el gobierno y en el parlamento se identifica con la voluntad general. En la democracia de partidos la voluntad general sólo nace por obra del principio de identidad, sin mezcla de elementos estructurales de representación.

3.- El parlamento pierde su carácter originario y se convierte en el lugar en el que se reúnen los comisionados de los partidos para registrar decisiones tomadas en otro lugar (en las comisiones o en las conferencias de partido).

(Como dijo Maurice Duverger “los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que los transforma en máquinas de votar guiadas por los dirigentes de partido”)

Las fracciones se van transformando cada vez más de instituciones del derecho parlamentario en instituciones del Estado de partidos. También la discusión pierde su carácter creador. Los discursos en el pleno ya no tienen por función convencer a los parlamentarios, sino que se dirigen directamente a los ciudadanos, cuyas futuras decisiones políticas se quiere influir mediante esta argumentación “de ventana afuera”. La radio y la televisión son los instrumentos técnicos con los que se asegura cada vez mejor este efecto.

En esta situación no ha de sorprendernos observar que las democracias occidentales tiendan a desplazar el centro político de gravedad desde el parlamento a los ciudadanos y a los partidos que los organizan. Los partidos son los verdaderos dueños de la legislación y constituyen las instancias que han de dar su acuerdo a los tratados internacionales, aprobar el presupuesto y controlar al ejecutivo. Por otro lado, el centro de gravedad se desplaza también hacia el gobierno y la burocracia.

Vale.

España: Estado de Partidos (III)

Surgimiento del concepto “Estado de partidos”.-

Tras la Primera Guerra Mundial, en la época de la Constitución de Weimar surge la expresión y el concepto “Estado de partidos” que tiene como supuesto la “democracia de partidos” y como corolario la pretensión de su reconocimiento formal por el Derecho constitucional.

Tales conceptos eran prácticamente nuevos y entraban en oposición con la doctrina del “Estado-Autoridad” o con la del “constitucionalismo” stricto sensu.

En las formulaciones de la idea del “Estado de partidos” cabe distinguir dos tendencias, además de la de Leibholz.

 

1.- Tendencia que mantiene una actitud positiva hacia tal tipo de Estado y que postula el reconocimiento de los partidos políticos por las normas jurídico-constitucionales.

Así, se expresan ideas como:

1.1.- Thoma.-

Sólo el potencial organizativo de los partidos políticos puede evitar que la democracia de masas no se mueva por vaivenes emocionales y sin sentido que la hagan caer en la desintegración y la demagogia.

Los partidos son la representación de la voluntad del pueblo y órganos de creación de la voluntad política del Estado.

1.2.- Kelsen.-

En el Estado de paridos la voluntad general o voluntad del Estado es resultante de la contraposición de las voluntades de los partidos.

Dada la significación de los partidos, deben tener un reconocimiento constitucional que configure jurídicamente lo que son de hecho, es decir, “órganos para la formación de la voluntad estatal” o, dicho de otro modo, “órganos constitucionales del Estado”.

1.3.- Radbruch.-

El pueblo soberano no se compone de individuos libres e iguales, sino de grupos (partidos) de distinta magnitud.

Mayorías y minorías no son el resultado de votos libres e iguales, sino expresiones predeterminadas del mayor o menor influjo de cada partido.

El diputado no es una personalidad solamente vinculada a su conciencia y no sometida al mandato imperativo, sino que es un ejemplar del género partido.

Las luchas entre partidos, tanto en contienda electoral como en la parlamentaria, no son luchas de opiniones, sino luchas por el poder disfrazadas de discusión.

Esto es así (según el autor ahora citado) y, sin embargo, los partidos siguen siendo jurídicamente extraños a la Constitución. Esta ignorancia constitucional tiene sus raíces en la ideología tradicional del Estado autoritario (“Estado-Autoridad”).

Llega Radbruch a las siguientes tesis:

i).- El “Estado de partidos” es necesariamente la forma del Estado democrático de nuestro tiempo.

ii).- Como consecuencia de la legislación electoral inspirada en el sistema de representación proporcional, los electores no seleccionan entre los candidatos individualmente considerados, sino entre los partidos que los presentan a la elección y, en este sentido, no puede dudarse que los partidos son órganos de creación (órganos destinados a realizar actos mediante los que se eligen o designan a titulares o portadores de otros órganos).

iii).- Como el diputado ha sido elegido por ser miembro de un partido, los criterios personales de tal diputado han de ceder ante los criterios del partido, so pena de tener que abandonarlo y destruir su carrera política.

iv).- El diputado sólo es representante de la totalidad del pueblo si actúa en correspondencia con la posición de su partido.

v).- Los grupos parlamentarios, su existencia y atribuciones, se oponen al principio por el que el diputado sólo está sometido a su conciencia y hacen del mandato imperativo (del grupo) una realidad sociológica.

 

2.- Tendencia que mantiene una actitud crítica hacia tal tipo de Estado o niega la posibilidad de su reconocimiento jurídico.

Así, se expresan ideas como:

2.1.- Koellreuter.-

El resultado será la dictadura sobre el Estado del jefe de partido.

Tal resultado sólo podrá ser limitado, desde el punto de vista jurídico constitucional por varios medios, entre los que están: *el fortalecimiento de la Jefatura del Estado adquiriendo una posición independiente frente al Parlamento para lo que ha de ser elegido directamente por el pueblo; *el fortalecimiento de la burocracia de carrera.

2.2.- Carl Schmitt.-

El Parlamento se convierte en un mercado de distribución de intereses entre los partidos.

La lealtad hacia el Estado y la Constitución ha sido sustituida por la lealtad hacia los partidos y organizaciones de intereses, dándose, así, lugar a una pluralidad de lealtades que pone crecientemente en riesgo a la unidad estatal.

El fenómeno es el de un pluralismo de partidos totalitarios que abarcan todos los aspectos vitales del hombre y que proporcionan a sus seguidores la correcta concepción del mundo, la correcta configuración del Estado, el correcto sistema económico, etc., politizando con ello la totalidad de la vida del pueblo, paralizando la unidad política de éste y produciendo una extensión cuantitativa (aunque no cualitativa) de la acción del Estado, de un Estado de “debilidad total” frente a los partidos y las organizaciones de intereses.

“En esta situación todas las instituciones constitucionales decaen y se desnaturalizan, todas las atribuciones legales e incluso todas las interpretaciones y argumentos se instrumentalizan y devienen medios tácticos de la lucha de un partido contra otros y de todos los partidos contra el Gobierno”.

2.3.- Triepel.-

Teoría clásica del Estado para la que los partidos políticos pertenecen a la esfera de la sociedad, pero no a la del Estado.

La realidad política del “Estado de partidos” es: dominación por éstos del electorado, sustitución de la voluntad del representante por la de la facción, vaciamiento de contenido de las instituciones parlamentarias, disposición sobre los Gobiernos, influjo sobre la Administración, etc.

 

Llegados a este punto de la exposición, dejémosla aquí para continuar en otro momento con la postura de Gerhard Leibholz.

 

Vale.

España: Estado de partidos (II).

Finalizaba el anterior artículo comentando que en la Inglaterra del siglo XVIII se discutió el problema de la distinción de partido y facción; y que la relación jerárquica entre el interés nacional y el interés particularizado fue el criterio para distinguir entre el partido y la facción.

Este debate sobre los partidos será en Alemania donde, a partir de la mitad del siglo XIX, se ocupe de la cuestión de la articulación de estos a la estructura del Estado. Fue así en Alemania porque únicamente en tal país se daban los supuestos teóricos y prácticos para tal planteamiento, que eran:

i).- Estaba planteado el problema de si el centro de decisión política radicaba en los componentes tradicionales del Estado (monarca y su Gobierno, sustentados sobre el Ejército y la burocracia), o si se deslizaba hacia un dualismo como consecuencia de la inserción del Parlamento o, finalmente, si el centro de la dirección política del Estado debía radicar en el Parlamento.

Como veremos a continuación, se trataba de la pugna entre el modelo constitucional stricto sensu y el modelo parlamentario.

ii).- Conciencia de la separación entre Estado y sociedad, que parte del supuesto de que la sociedad es el campo de pugna entre los intereses egoístas y particulares, mientras que el Estado es la configuración de la totalidad y la expresión de los intereses generales.

Ello exige detenernos en lo siguiente. En el “Estado absolutista”, éste era el llamado Estado-Autoridad que concebía al Estado desde arriba y lo identificaba con la Autoridad, en realidad con la relación de mando y obediencia, considerando a los súbditos como una masa pasiva que ha de ser gobernada y administrada desde arriba, sin pretensión alguna a la autoadministración, a la participación en el Gobierno o al control de la dirección autoritaria.

Esta doctrina, originariamente expresión del absolutismo, puede extenderse al tipo de Estado denominado “Estado monárquico constitucional”. La teoría de la monarquía constitucional que rige en Alemania desde 1.850 hasta 1.918 se basa en dos ideas fundamentales:

a).- El Estado (ya desde Hegel) es una entidad existente por sí misma que trasciende a la sociedad, es una expresión de la idea moral; se caracteriza por la unidad, la totalidad, la objetividad, la permanencia y la generalidad. Frente a ello está la pluralidad, la parcialidad, la subjetividad y la contingencia de los criterios e intereses sociales contrapuestos.

Conclusión: el Estado debe acentuar su impermeabilidad frente al pluralismo de los intereses sociales. Como expresó Leibholz (sobre el que volveremos), para los alemanes no se trataba de un pueblo que tenía un Estado, sino de un Estado que tenía un pueblo.

b).- Si bien el “Estado monárquico constitucional” tiene una estructura dualista compuesta por las Cámaras y el Rey, ambos términos tienen distinto valor. Las Cámaras son lo mutable, lo representativo de la pluralidad, la vía que conduce a la socialización del Estado y, por tanto, a la pérdida de la esencia de éste. El Rey, sin embargo, es la verdadera expresión orgánica e institucional del Estado, o, al menos, su factor dominante; el Rey, con su Gobierno, Burocracia y Ejército constituye el polo firme a través de la mutabilidad y pluralismo del Parlamento. Por ello, los partidos políticos no tienen una valoración positiva para el buen orden del Estado.

Este constitucionalismo será la forma típica de Alemania.

En resumen, el Gobierno, en tanto que representante de los intereses del Estado, se contrapone a los partidos como representantes de los intereses particularizados de las ramas profesionales, económicas, territoriales y de comunidades religiosas.

Para el constitucionalismo, la función del representante del pueblo, como representante de los intereses generales nacionales y de los intereses políticos, se desvía en la práctica al atender los elegidos a los electores; igualmente se desvía el principio de que el representante no está vinculado a instrucciones.

Estas actitudes del constitucionalismo beligerante con los partidos se reflejan en su tratamiento por la Teoría del Estado. La autonomía del Estado con respecto a los partidos se hace posible *bien por la existencia de una suprema autoridad totalmente independiente de los partidos, *bien por la naturaleza misma del cargo público.

Así, en las monarquías la cúspide del poder está fuera y por encima de los partidos. El Presidente de la República, lo mismo que los ministros y funcionarios, pueden pertenecer a un partido, pero cuando desempeñan su cargo no lo hacen como hombres de partido, ya que “el cargo público pertenece al Estado, es la totalidad del Estado, está insuflado de espíritu del Estado y sirve al Estado”, de modo que el partidismo político encuentra su límite en la imparcialidad de sus funcionarios.

En todo caso, “los partidos no son una institución de Derecho Público, sino una institución política…no son miembros del organismo del cuerpo estatal, sino grupos sociales libres…”. Los partidos “son configuraciones sociales y en este sentido no son objeto de la Teoría del Estado y su organización carece de carácter estatal” (Jellinek).

Pues bien, esta posición puede considerarse dominante en Alemania hasta la época de la Constitución de Weimar.

Y, como veremos, a partir de entonces, para huir de ese “constitucionalismo”, de ese “Estado monárquico constitucional”, ya vistos, la teoría política se decantará por todo lo contrario pero, en realidad, para que nada sustancial variase:

-ahora, serán los partidos políticos los que representen los intereses del Estado integrándose en el mismo e integrando también, así, a las masas “partidarias” en el Estado.

-ahora, por tanto, ya no habrá separación entre Estado y sociedad, pues ésta, la sociedad civil, es llevada por los partidos al Estado y únicamente habrá Estado.

-ahora, los partidos políticos serán miembros del organismo del cuerpo estatal, dejando de ser “grupos sociales libres”.

-ahora, el representante sí estará vinculado a instrucciones, a las instrucciones del partido.

-y un largo etcétera que iremos viendo.

En otros países (Inglaterra, Estados Unidos, por ejemplo) se marchará por otros derroteros distintos del alemán. Caminos que llevarán a diversas metas muy alejadas unas de otras, hasta el punto que en algunos países se conseguiría con el tiempo que los ciudadanos (la sociedad civil) fueran los únicos titulares del poder y que los partidos políticos fueran los intermediarios entre dichos ciudadanos y el Estado, para que aquéllos, a través de sus representantes y cargos electos, gestionaran ese poder del que únicamente ellos, insisto, se considerarán, y serán considerados, titulares.

Vale.

(Fin de la segunda parte).

España: Estado de partidos (I)

España, como Estado, es, en términos de teoría constitucional, un “Estado de partidos”.

Habrán oído hablar de “democracia de partidos”, de “Estado de partidos” o, incluso, de “Monarquía de partidos”.

Sin embargo, no estamos ante una mera expresión que reconoce en un Estado la existencia de partidos políticos.

Tampoco estamos ante una “democracia imperfecta”, ante un sistema que no falla en sí mismo sino en el que fallan “algunos” políticos porque no trabajan o trabajan poco, porque son unos incompetentes o porque se corrompen. No.

“Estado de partidos” es un sistema jurídico-político concreto fundado en una doctrina surgida en Alemania a principios del siglo XX, desarrollada tras la Primera Guerra Mundial, en la época de la República de Weimar y de su Constitución, y que tras la Segunda Guerra Mundial se impone definitivamente no sólo en Alemania sino también, por ejemplo, en Italia y en todo el Continente para prevenir el retorno de las ideologías totalitarias blindando el Estado con normas constitucionales que, suprimiendo la representación política mediante el sistema de elección proporcional, convirtieron a los partidos políticos en órganos estatales y en titulares exclusivos del poder constituyente (soberanía).

Más tarde se impondría en España con la Constitución de 1.978.

Por tanto, “Estado de partidos” significa algo mucho más profundo que lo que nos imaginamos, pues es una institución jurídico-política surgida de una doctrina creada en una situación histórica concreta y que sirve a unos fines determinados.

La explicación del concepto “Estado de partidos” la obtendré de las propias palabras de algunos de sus mayores defensores. En España, de una obra titulada, precisamente, “El Estado de partidos” (1.986), cuyo autor es Manuel García-Pelayo, para muchos insigne jurista de su tiempo que, no en balde, fue el primer Presidente de nuestro Tribunal Constitucional actual (1.980-1.986). En Alemania, entre otros, de Gerhard Leibholz, jurista alemán del pasado siglo XX que llegaría a ser el primer presidente del Tribunal Constitucional Federal de Bonn.

Es decir, seguiré las propias explicaciones de los partidarios de tal forma estatal pues con ellas se pone de relieve, palmariamente, su brutalidad actual; brutal irracionalidad que la propia crisis económica que estamos padeciendo no hace sino evidenciar todavía más si cabe.

Antecedentes históricos.-

Antes de entrar en el análisis de lo que es propiamente el objetivo de este artículo, atendamos, brevemente, a sus antecedentes históricos.

Las consideraciones teóricas sobre los partidos políticos en el sentido moderno, comienzan en Inglaterra en el siglo XVIII con la germinación del régimen parlamentario.

Tras la Gloriosa Revolución (1.688), con el derrocamiento de Jacobo II y la entronización de Guillermo III de Orange-Nassau, surge en Inglaterra una nueva forma de Estado: la Monarquía constitucional; una nueva forma de Gobierno: el Rey gobierna y la representación popular legisla; y una nueva forma de integración política: los partidos parlamentarios. Sobre estos nuevos modos de la política, el filósofo John Locke, que participó en la expedición de Guillermo de Orange, construyó la teoría de la separación de poderes, con preponderancia del legislativo.

A partir de aquí, fue bajo el reinado de Jorge I (alemán, primer monarca de la casa de Hannover de Gran Bretaña e Irlanda, 1.714-1.727) y con Robert Walpole, político whig que llegaría a primer ministro en 1.721, a la cabeza, cuando se configuró el porvenir de Gran Bretaña y el de las instituciones políticas occidentales. Este rey extranjero necesitaba una mayoría parlamentaria que ningún partido podía obtener de los electores. Pero la Corona, con su prerrogativa de designar libremente el Gobierno y los cargos públicos, podía manipular a los diputados electos. La solución fue Walpole, un hombre sin escrúpulos de la izquierda wigh.

Con regalos, sobornos, cargos en el Estado, contratos con el Gobierno y toda clase de “favores”, Walpole compró y mantuvo una mayoría parlamentaria que le aseguró el poder personal casi treinta años. Los que se concibió como táctica de apoyo al titular de la nueva dinastía se convirtió en estrategia política para impedir que el Rey pudiese designar jefe de Gobierno a persona distinta de la que ostentara la jefatura del partido mayoritario en el Parlamento. La corrupción acabó con la Monarquía constitucional y fundó, por la vía del precedente, la Monarquía parlamentaria con Gobierno de gabinete que aún perdura en Gran Bretaña.

Bajo esta situación, el mentor de los tories, Bolingbroke, escribió las famosas diatribas que dos siglos después darían pasto a la propaganda fascista contra los partidos: “un partido es un mal político y la facción es el peor de todos los partidos”, “el Gobierno por un partido acaba siempre en el Gobierno de una facción”, “la facción es un grupo de hombres armados con el poder que actúan sin principios de partido y sin noción alguna del bien público”.

Pesimismo respecto al uso del poder por los partidos parlamentarios que contagiará no sólo a Edmund Burke, el reformador moralista del partido whig cuando este partido pasó a la oposición, sino a los mismos fundadores de la República de los Estados Unidos, cuya segunda Constitución (1.787) se apartó del modelo británico, volviendo a la separación de poderes de Locke y al equilibrio o balanza de poderes de Montesquieu -que el precedente Walpole había anulado con la unión del poder ejecutivo al poder legislativo de la mayoría parlamentaria-, mediante una fórmula original de los federalistas que Tocqueville calificó como principio de división del poder.

Pues bien, en esta Inglaterra del siglo XVIII se discute el problema de la distinción de partido y facción. Por ejemplo, Bolingbroke en 1.749 expuso que un partido degenera en facción cuando “el interés nacional deviene un objetivo secundario o subordinado y la causa…se apoya más en el beneficio del partido o facción que el de la nación”. Así pues, la relación jerárquica entre el interés nacional y el interés particularizado sería el criterio para distinguir entre el partido y la facción.

Vale.

(Fin de la primera parte.)

La Constitución española de 1.978 no es una Constitución (2ª parte)

La primera parte de este comentario finalizó proponiendo ver cuál fue el proceso de “formación y aprobación” de nuestra Constitución para, con ello, comprobar que la tesis del profesor García de Enterría esbozada en la primera parte es incierta. A ello vamos.

A tal fin, debemos analizar la Ley de 4 de enero de 1.977, “de reforma política”, Ley Fundamental del régimen anterior, pues fue ella la que abrió el proceso que culminó con nuestra Constitución del 78.

Tras las elecciones generales del 15 de junio de 1.977, reguladas por el Gobierno, según la Disposición Transitoria Primera de la citada Ley, el Congreso de los Diputados ejerció la iniciativa de reforma constitucional que le otorgaba el Artículo 3 de la misma. La Comisión Constitucional creada para redactar el proyecto de Constitución, los siguientes trámites (Ponencias, debates, etc., tanto del Congreso como del Senado), así como la intervención de la Comisión Mixta Congreso-Senado, y demás hitos, fueron todos los regulados en la Ley citada. Además, la Ponencia tuvo carácter reservado y las sesiones de la Comisión Mixta tuvieron carácter secreto.

El proyecto de la Ley contenía un preámbulo que se consideró “la expresión de la nueva fórmula política antagónica con la contenida, por ejemplo, en la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1.958” (Pablo Lucas Verdú, “La Octava Ley Fundamental. Crítica jurídico-política de la reforma Suárez”, Edit. Tecnos, 1.976, p. 66). Este preámbulo era el guiño a la oposición democrática, frente a ciertos artículos de la Ley de claros tintes autoritarios. El preámbulo contenía la expresión de la ideología “demoliberal”, pues organizativamente se estaba en presencia de una “Monarquía autoritaria” ya que:

-el artículo 2.6 otorgaba al Rey el nombramiento del Presidente de las Cortes, figura que presidió la Comisión Mixta y que redactaría el único texto de Constitución, habida cuenta las discrepancias de las dos Cámaras, a someter a votación de los Plenos de éstas, según establecía el artículo 3.2;

-el artículo 5 facultaba al Rey para someter directamente al pueblo una opción política para que decidiera en referéndum, cuyos resultados se impondrían a todos los órganos del Estado; incluso, si las Cortes no adoptaran la decisión que exigiera el resultado de tal referéndum, quedarían disueltas y se convocarían nuevas elecciones.

Además, se dijo, el preámbulo contradecía la Ley de Principios del Movimiento. Los principios contenidos en el preámbulo se consideraban incompatibles con los contenidos en las leyes fundamentales precedentes. El Profesor Lucas Verdú (en la citada obra) sostuvo que tal postura únicamente podría rechazarse “si se mantiene que tales principios constituyen una especie de Derecho natural constitucional… Ahora bien, ¿hasta qué punto… tiene derecho una generación a imponer sus ideas e instituciones a las sucesivas?”.

(¡¡Qué ironía!! Los Principios del Movimiento no podían imponerse a las sucesivas generaciones por faltarle a la generación que los asumió el derecho a imponerlos. El mismo argumento esgrimió Thomas Paine a finales del siglo XVIII para oponerse a la monarquía y a la sucesión hereditaria. Sin embargo, España, que dejó de estar sometida a aquéllos Principios, sigue siendo una Monarquía).

Por todo ello, la oposición democrática aceptaba la Ley, al considerar que el preámbulo tenía fuerza jurídica para imponer sus principios a toda la legislación vigente, pues no se puede olvidar que la Ley de Reforma Política no contaba con disposición derogatoria alguna y que, por tanto, toda la normativa franquista, todas las Leyes Fundamentales seguían en pie, incluso los Principios del Movimiento y la obligación de jurarlos (artículo 2 de la Ley de Principios del Movimiento Nacional).

La ausencia de dicha disposición derogatoria se tildó de “carencia intencionada”; incluso, se consideró que su falta podría permitir que la futura Constitución respetara alguna de las instituciones franquistas. El Profesor Lucas Verdú, en la obra ahora examinada, escribió: “El Gobierno no quiere dar la sensación al búnker de que pretende desmantelar el edificio franquista… En definitiva, el proyecto de reforma Suárez obedece a una estrategia calculada, a saber: utilización del arsenal conceptual demoliberal [contenido en el preámbulo]… para desarmar a la oposición, sin acabar con las instituciones básicas franquistas… y sin afectar al artículo 2 de la Ley Orgánica (Ley Orgánica del Estado de 1 de enero de 1.967, en cuyo Artículo 2.2 se expresa: “El sistema institucional del Estado español responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones”), que establece la unidad de poder y coordinación de funciones”.

Pues bien, si toda la justificación “democrática” de la Ley se sustentaba en su preámbulo, ¿qué decir cuando, al publicarse, tal preámbulo ya no existía? El razonamiento “sensu contrario” no deja lugar a dudas: el reformismo triunfante fue el de los herederos del régimen, no puede considerarse, con honradez, que la Ley de Reforma Política pudiera permitir un proceso constituyente para que fuera el pueblo español el que eligiera su forma de Gobierno, pues todo consistió en una reforma de la legalidad franquista, algo totalmente ajeno a cualquier idea de “constitución” del poder.

A mayor abundamiento, no deben olvidarse varias cuestiones:

-todo el proceso iba a ser controlado por el Gobierno, pues las facultades del Rey eran importantísimas, el Gobierno iba a regular las primeras elecciones y se establecía ya que el sistema electoral sería el proporcional y que la circunscripción electoral sería la provincia (Disposición Transitoria Primera).

-la reforma de Suárez recoge aspectos de la reforma del Gobierno Arias que se inspiraba en las ideas de Godsa, organización surgida al calor del grupo político Reforma Democrática, cuyo líder reconocido fue Manuel Fraga Iribarne. Estas ideas eran contrarias a un proceso constituyente pues propugnaba una operación reformista “por vía de la evolución, interpretación y modificación o adición de los textos necesarios”; apoyaban “una Cámara representativa de acuerdo con los principios del pluralismo democrático, cuyos miembros elegidos por sufragio universal y directo deberán ser proporcionales a la población” (ya vemos cómo los términos pluralismo, democracia, sufragio, son manejados sin ningún pudor pues, antes y ahora, siempre han sido meras palabras, engaños, en manos de políticos sin respeto ni por lo que tales palabras significan realmente ni, menos aún, por el ciudadano).

-el Presidente Arias Navarro, en su discurso ante las Cortes el 28 de enero de 1.976, ya había dicho que el Gobierno pretendía una “democracia representativa” (de nuevo la palabra democracia utilizada sin respeto alguno) y que la reforma era la vía adecuada pues existía “una necesidad de acomodación y perfeccionamiento, generalmente sentida y distante de cualquier afán injustificadamente constituyente. El país posee una legalidad constitucional que contiene los mecanismos necesarios para acometer cualquier reforma que la prudencia aconseje…”

Pues bien, dicho todo cuanto antecede, no puedo sino repetir, ahora gritando: ¡¡La Constitución del 78 no es una Constitución!!

Vale.

El discurso político hostil contra el extranjero.

La presencia en el discurso político español de declaraciones relacionadas con los extranjeros y desarrolladas con un mensaje desfavorable hacia los mismos me ha inducido, como concernido por el problema que suponen, a reflexionar sobre tal discurso; reflexión que me ha llevado a conformar un criterio al respecto que ahora comparto con el lector.

No podemos consentir que el discurso político incite de una manera u otra, sea directa o indirectamente, a la hostilidad contra el extranjero. Ello en cualquier circunstancia y sea o no en campaña electoral pues ni siquiera en ésta puede consentirse tal discurso bajo la excusa de la libertad de expresión en la legítima discusión política.

Quien, a través de su discurso público, se muestra hostil con el extranjero ha de saber que la fuerza de persuasión de dicho discurso llevará a la acción del público (sea a apoyar tal discurso, sea a votar, etc.) en un clima de, cuando menos, hostilidad o discriminación hacia el extranjero, cuando no de odio o violencia hacia el mismo. Y ha de saber, por tanto, que un voto no pude obtenerse así pues tal actitud presupone válida una situación de tensión social de consecuencias imprevisibles a medio y largo plazo.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha establecido que:

-La libertad de discusión política no es absoluta.

-Es de crucial importancia que los políticos, en sus discursos públicos, eviten difundir palabras susceptibles de fomentar la intolerancia.

-El contenido electoral contribuye a avivar el odio y la intolerancia.

-El impacto de un discurso xenófobo es entonces mayor y más dañino.

-Se pueden suscitar en el público reacciones incompatibles con un clima social sereno y se podría minar la confianza en las instituciones democráticas.

-Repercute negativamente en la percepción que puede tener la población autóctona de la categoría de personas a que se refiere el discurso.

-Es rechazable el discurso que se basa en la diferencia de cultura y que presenta a las comunidades concernidas como en interesadas en explotar las ventajas derivadas de instalarse en el país de acogida.

Si así de contundente se muestra el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no puede olvidarse que el Código Penal español castiga en su artículo 510.1.a) lo que se conoce como “delito de odio”.

Un artículo, por cierto, que acaba de ser reformado por una Ley Orgánica en vigor desde el 1 de julio pasado. Una reforma que surge de un Proyecto de Ley Orgánica, por tanto a iniciativa del Gobierno, y cuyo texto, en lo que ahora citaré, no sufrió reforma a lo largo de su tramitación.

Dicho delito supone que:

-Los actos que se castigan se han de llevar a cabo públicamente.

-Tales actos son el fomento, la promoción y la incitación.

Según la Real Academia Española, fomentar es sinónimo de promover y éste es iniciar o impulsar un proceso procurando su logro. Incitar es mover o estimular a alguien para que ejecute algo.

-Actos que son perseguibles aunque se lleven a cabo indirectamente.

-A lo que tales actos han de conducir es al odio, a la hostilidad, a la discriminación o a la violencia.

Aquí lo interesante es ver que se quiere castigar, incluso, la hostilidad; es decir, la acción hostil, la acción contraria, el actuar contra el otro por considerarlo contrario.

-Se castiga actuar así (en lo que ahora nos interesa centrarnos) por motivos racistas, por razón de religión, por situación familiar, por pertenencia a una etnia, raza o nación, por origen nacional.

Es decir, se castiga la xenofobia, todo lo que signifique odio, repugnancia u hostilidad hacia el extranjero.

Con todo lo visto, habrá que preguntarse muy seriamente si el discurso político hostil contra el extranjero que está surgiendo en España no es contrario a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, además, si puede ser constitutivo de delito conforme al Código Penal español. Las autoridades y la Fiscalía deberían estar haciendo algo.

Vale.

La Constitución española de 1.978 no es una Constitución (1ª parte).

«Artículo 16: Una Sociedad en la que no esté … determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución».

(Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789)

Dice el Profesor García de Enterría (Eduardo García de Enterría “Curso de Derecho Administrativo. I”, Editorial Cívitas, 1.984, pp. 93 y ss.) sobre la idea de la Constitución que ésta debe ser referida a una corriente que, desde el Medievo, se concreta a finales del siglo XVIII “en el movimiento justamente llamado constitucional” y que a partir del mismo “lo que se entiende por Constitución (concepto que no han perdido nunca ni los constitucionalistas norteamericanos ni los suizos…) es muy claro: el pueblo decide por sí mismo… 1º, establecer un orden político determinado, definido en su estructura básica y en su función; 2º, pero, a la vez, en esa estructura ha de participar de manera predominante, si no exclusiva, el propio pueblo, de modo que los ejercientes del poder serán agentes y servidores del pueblo y no sus propietarios…”.

A pesar de ello (y de cuanto a continuación se seguirá recogiendo del pensamiento del citado profesor), García de Enterría entiende que la Constitución española de 1.978 es una Constitución.

Sin embargo, no puedo coincidir en esta tesis:

1º.- El pueblo español no decidió por sí mismo nada sobre la Constitución, por más que unas Cortes la aprobaran y él la refrendara. (Sobre esto se tratará en la segunda parte de este artículo al comentar el proceso de formación y aprobación de la Constitución).

2º.- El pueblo español no puede participar del poder político, ni predominantemente ni exclusivamente, pues los ejercientes del poder ni son agentes ni servidores del pueblo, y sí son sus propietarios. ¿O es que a estas alturas de la Historia española reciente alguien puede sostener con dignidad que los gobernantes y representantes políticos sirven al ciudadano, le obedecen, responden ante él de sus actos?

Sigue este jurista ilustrándonos sobre la cuestión pero, ahora, estableciendo qué no es una Constitución.

No lo es:

-un Acta o Carta otorgada por un monarca.

-“ni la aprobación por la comunidad de un imperium extraño (más sencillamente: sin ejercicio de lo que Sieyès llamó… el «poder constituyente´´, situado en el pueblo, no hay Constitución”).

-un texto legal que pretenda que en el Estado “se resume necesariamente la vida personal o colectiva, como el nivel ético superior, según la concepción hegeliana hoy vivida por los regímenes del Este; con razón, pues, según vemos, y con explicable pudor, las llamadas “Leyes Fundamentales” franquistas excusaron el nombre de Constitución”.

De nuevo, tengo que manifestar que me extraña que, habida cuenta lo anterior, el profesor sostenga su tesis ya comentada, pues:

1º.- Ningún “poder constituyente” formuló la Constitución de 1.978 pues las Cortes que la aprobaron no tuvieron naturaleza de “constituyentes” ni, por tanto, habían sido elegidas en elecciones a tal tipo de Cortes sino a ordinarias. (Sobre esto se tratará en la segunda parte de este artículo al comentar el proceso de formación y aprobación de la Constitución).

2º.- La Constitución española de 1.978 y todo su desarrollo posterior legal y jurisprudencial importan el pensamiento jurídico o doctrina alemana del “Estado de partidos” o de la, mal llamada, democracia “de partidos”, de finales del siglo XIX y principios del XX.

Doctrina que propugna la propia incorporación jurídica de los partidos políticos a la estructura constitucional, es decir, que los partidos políticos sean “órganos del Estado” y, además, que sea órganos de creación de todos los demás órganos estatales.

Y esta pretensión se debe a que la teoría citada asume el propio concepto de Estado que ya se tenía en la misma Alemania de la etapa anterior (cuya forma estatal era la “monárquico-constitucional”) y en la que el Estado es concebido hegelianamente como una entidad existente por sí misma que trasciende a la sociedad, es una expresión de la idea moral; se caracteriza por la unidad, la totalidad, la objetividad, la permanencia y la generalidad.

Como algún autor ya señaló en los años 60 del siglo XX, “Paradójicamente, la propia incorporación jurídica de los partidos a la estructura constitucional ha ofrecido el pretexto para continuar la tradicional concepción alemana del Estado con nuevos medios: basta tomar estos partidos, investidos ahora con competencias constitucionales, y dotarlos de los atributos de los órganos estatales, para vaciar el sistema constitucional germano-occidental de todo atributo democrático”.

Expuesto cuanto antecede, debo señalar que si García de Enterría nos dice que la Constitución española de 1.978 es Constitución se debe a que su autor es la Nación española en uso de su soberanía, “según proclama su Preámbulo y así lo acredita su proceso de formación y aprobación”.

Pues bien, tocaría ahora ver cuál fue tal proceso de “formación y aprobación” de nuestra Constitución para, con tal análisis, comprobar que la tesis del citado profesor es incierta. Pero ello lo haremos en la segunda parte de este comentario.

Vale.